viernes, 7 de diciembre de 2012

Calamitoso debut cicloviajero. Angustia y ridículo en la meseta castellana (II)


   “Me cago en el tendero y en sus sucias artimañas; menuda mierda de material me ha vendido el muy ladrón”. Mascullando juramentos y lamentándose por su perra suerte, Dandochepazos avanza en solitario sobre su bicicleta por una carretera desierta. La ira crece por momentos en su interior, y su crispado rostro dista mucho de reflejar la alegría y placidez que cabría esperar en quien acaba de emprender su primera aventura cicloviajera.

   El traqueteo de las alforjas delata su deficiente sistema de anclaje al portabultos, sobre el que bailan y se bambolean de forma preocupante con cada irregularidad del terreno. Eso en el mejor de los casos, porque aunque apenas lleva recorridos unos pocos kilómetros, el equipaje ya ha estado a punto de irse al carajo en varias ocasiones. Con frecuencia exasperante, los enganches se desprenden de la parrilla, de forma que las alforjas , junto con la tienda de campaña y la esterilla que reposan sobre ellas, se quedan sin más sujeción que el pulpo que mantiene todo aquel tenderete atado al trasportín.

   Ante el riesgo de que con cada nuevo bache se desmorone el precario hatillo que a duras penas se mantiene sobre el portaequipajes, el infeliz excursionista vuelve la vista atrás una y otra vez, temeroso de descubrir un reguero de cachivaches de acampada desparramado por el asfalto. Así no hay forma de disfrutar del paisaje, de la ruta, ni de nada.

Una deficiente equipación puede ser fuente inagotable de disgustos. 
   Además, tras un par de tentativas fallidas, se ve obligado a restringir su itinerario a los límites de la calzada, dejando para mejor ocasión las incursiones por pistas y superficies 'off-road'. Al fin y al cabo, no es cuestión de romperse la crisma en algún sendero pedregoso por culpa del chapucero e inestable paquete de suministros que acarrea en su Conor.

   Pero no son estos pequeños contratiempos los únicos sinsabores que, en aquella invernal mañana de 2004, afligen a Dandochepazos. Perturbadoras conjeturas acerca de su futuro laboral rondan también por su mente. Desde la noche anterior, un mensaje de texto permanece agazapado, como una fatídica advertencia, en el buzón de entrada de su Alcatel polifónico. “El editor ha bajado a la redacción para hablar con nosotros. Dice que la cosa está muy malamente y que si no llega un nuevo socio que aporte capital, lo más probable es que el periódico acabe chapando. El mensaje es de su jefe de sección ­-hoy tristemente fallecido­-, un entrañable periodista aficionado al whisky y a regar con ingentes cantidades de tabasco todo aquel plato que se le pusiera a tiro.

   Los kilómetros y las horas van pasando. Centrales hidroeléctricas, pueblos semidesiertos y parajes agrestes se suceden ante la mirada del cicloexplorador, en su avance por la frontera entre España y Portugal, en la comarca de Arribes del Duero. Llevado por su morbosa afición al escombro y la devastación, se entretiene recorriendo los andenes de una estación de ferrocarril abandonada y disfruta observando las desconchadas fachadas de alguna aldea. Junto con la cena a base de latas de conservas y embutido que se zampará al final de la jornada, aquellos son sin duda los mejores momentos de la primera etapa de su expedición.

   La tarde empieza a caer y Dandochepazos decide buscar un sitio en el que plantar el campamento, sin saber que la sombra del infortunio sigue pegada a su rueda, presta a golpear de nuevo a la menor ocasión. De todas formas, justo es reconocer que en este caso ­-como en muchas situaciones similares­- mi camarada se ha ganado a pulso el sobresalto que está a punto de sufrir. Sus chapuceros apaños están cerca de costarle un grave disgusto cuando, en el descenso hacia una ermita, una correa de las alforjas mal ajustada acaba enredándose en los radios. “Pa´ haberse matao”, piensa. Detenido en la cuneta y todavía con el miedo en el cuerpo tras el repentino bloqueo de la rueda trasera, se sorprende de haber logrado controlar la bici y de no haberse desgraciado.

La esterilla y el saco de dormir no te salvarán
del frío ni de los aldeanos homicidas
   Ya casi no hay luz cuando por fin llega a la ermita, así que renuncia a montar la tienda de campaña y opta por pasar la noche guarecido en el pórtico del templo. El frío no le deja pegar ojo, de forma que pasa el rato escuchando el programa deportivo de la medianoche que, entre interferencias, logra sintonizar en el transistor. De pronto, oye el ruido de un motor y unos faros surgen de la oscuridad. El coche se detiene a pocos metros del santuario, tan cerca que puede escuchar la música que suena en el interior de su habitáculo aunque las ventanillas permanecen cerradas.

   ¿Qué hará un vehículo a esas horas y en aquel rincón perdido? El cerebro de Dandochepazos empieza a trabajar, buscando un motivo que justifique aquella intempestiva visita. Lo más probable es que sea una pareja que no tiene otro lugar donde dedicarse a sus quehaceres. También podría tratarse de un grupo de chavales que han ido allí a soplarse unas cervezas.

   Sí, pero... ¿Y si no es así? Suposiciones nada tranquilizadoras empiezan a tomar forma en su imaginación. ¿Y si se trata de unos delincuentes que deciden apalearlo para hacerse con sus preciados pertrechos de cicloaventurero? ¿Y si es un pueblerino perturbado que le descerraja un tiro con una escopeta de caza? Mi camarada se mantiene alerta, en una tensa espera. Los minutos van pasando y el coche sigue allí, pero no sale nadie. Parece que no lo han visto. Un rato después, el vehículo arranca y vuelve a perderse en la negrura de la noche. Aliviado, Dandochepazos logra por fin echar una cabezada.

   Acostumbrado ya a la penosa rutina de paradas y ajustes que le impone la precariedad de su petate, el parte de incidentes del día siguiente se limita a los daños que presenta el portabultos, cuyas frágiles varillas empiezan a doblarse bajo el peso de los enseres que se apilan sobre la parrilla. Parece que el dependiente de la tienda de bicicletas ha aprovechado para colarle todo el género defectuoso que guardaba en el almacén.

   Las cosas se complican al llegar la noche. Algo no marcha bien en el interior de la tienda de campaña monoplaza. En el cielo raso no hay una sola nube, pero gotas de agua empiezan a caer, poco a poco, sobre el saco de dormir. El traicionero fenómeno de la condensación, sobre el que mi ignorante colega no había tenido noticia hasta la fecha, está haciendo su aparición.

   Como el pardillo que es, Dandochepazos había comprado una Inesca Biker sin doble techo. Sin una capa intermedia que actúe de barrera, las gotas de agua que se forman en la parte interna de la cubierta, como consecuencia de la diferencia de temperatura entre el exterior y el interior del refugio, acaban cayéndole en plena jeta y empapando su ropa de abrigo.

Asín quedaron las extremidades inferiores
de mi amigo.
   El sirimiri que los caprichos de la física han desencadenado dentro de aquella madriguera de poliéster es sumamente molesto. Pero el asunto empieza a ponerse feo de verdad con la llegada del frío. Aun en los estertores del invierno, la noche resulta gélida en la altiplanicie castellano-leonesa. Aterido, apenas logra conciliar el sueño. Tiene los pies entumecidos y, según avanzan las horas, empieza a notar síntomas de congelación. No es para menos, pues como comprueba alarmado a la mañana siguiente, una capa de hielo cubre la lona de la tienda en aquellas zonas en las que el efecto de la condensación ha ido acumulando una mayor cantidad de humedad.

   Mientras trata de entrar en calor y desayuna un sándwich de cabeza de jabalí, el desvalido muchacho reflexiona sobre su futuro inmediato. No le quedan demasiadas ganas de tirarse otros dos días penando por aquellos andurriales dejados de la mano de Dios, sufriendo los embates de la hipotermia y de su desastroso material. Pero si se vuelve con el rabo entre las piernas, fijo que se entera algún compañero de trabajo y acaba siendo víctima del cachondeo general en la redacción. ¡Menudo ridículo, después de haber estado anunciado a los cuatro vientos su odisea por todo el periódico! 

   Un nuevo mensaje en el móvil resuelve el dilema de un plumazo. “Tómatelo con calma; no hace falta que vuelvas. La empresa se ha ido a la mierda definitivamente. Ya solo queda recoger los papeles y, si quieres, recurrir al sindicato para la indemnización”. Mira tú que bien; ya no hay por qué preocuparse de dar explicaciones a nadie.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Por esta vez, y sin que sirva de precedente, creo que debo salir en defensa de Dandochepazos y que debemos exculparle de toda responsabilidad.
Sin duda, nos hallamos ante un caso flagrante de falta de profesionalidad y de ética por parte del vendedor, que aprovechándose del incauto de nuestro protagonista, de su inexperiencia, su ingenuidad y de su falta de conocimientos al respecto, logró "colocarle" un equipamiento a todas luces insuficiente e inadecuado para la magna empresa que iba a emprender, poniendo en grave riesgo su integridad física, su salud e incluso su.... bueno, prefiero no pensar más allá.
Eso sí, espero que, al menos, Dandochepazos aprendiera la lección para no repetir errores en futuras aventuras.
Y ya, al margen, la anécdota del coche creo que nos indica, claramente, de el lugar elegido para pernoctar no era otro que el picadero del lugar.
Un saludo. Ciao.
Elyeyu Golobariano

A.M.Y.P. dijo...

No le falta razón, señor Yeyu, en lo que se refiere al taimado dependiente, cuyas malas artes tantos padecimientos ocasionaron al novato aventurero.

Pero creo oportuno comentar aquí que el desaprensivo Dandochepazos no dudó, varios años después, en colar a su vez la nefasta tienda de campaña a otro incauto sujeto, en esta ocasión a través de su cuenta de Ebay. Aquí, el más tonto hace relojes, y además funcionan... Gracias por su comentario.